martes, 20 de mayo de 2014

artrópodo

Hay una canción de Michael Bublé que sirve para enamorar adolescentes pero que a mí me arrastra hacia los días más oscuros de la vida. Es una melodía con ritmo y cadencia de albergue transitorio, un tema oportuno para coger con una puta silenciosa o para aguardar el turno en la sala de espera del dentista. Ese tema en loop a mí me lleva a una farmacia en una isla de Estados Unidos, a las preguntas de los viejos que buscan drogas para paliar la impotencia sexual o el mal de Parkinson, y a las órdenes de un jefe pelado y homosexual que le regalaba iPods Nano a los empleados brasileros con la esperanza de verlos desnudos cortando el pasto de su chacrita gringa. Mi pantalón de vestir negro, mi remera celeste y mi nombre bordado del lado derecho de esa chomba siempre limpia, vibrábamos de incertidumbre cada vez que sonaba esa canción del averno. Yo tenía el pelo un poco más largo que ahora, menos barba, zapatos lustrados. Bublé nos cantaba su romance cocainómano a todos los empleados sudacas que trabajamos en esa farmacia con delirios de supermercado popular: un zoológico bilingüe al que se acercaban los residentes ricos que creen que hacen caridad cuando sonríen con artrópodo desprecio a los pendejos que se hicieron la América y pagaron un Work and Travel con exceso de work y dudoso travel. El asco, la ignorancia, el desarraigo, la soledad, el espanto, la competencia, las calorías malogradas y los cupones de descuento para comprar helado de cookies and cream, todo librado al vals de un Bublé genuino y sin esperanzas.-
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imagen extraída de aquí.-

lunes, 5 de mayo de 2014

telgopor

Verano del '95: las mallas de hombre eran tan cortas como las de los jóvenes cool de ahora. En esos años, San Bernardo aún ofrecía una módica propuesta familiar. Hoy es una ciudad ganada por el prorrateo adolescente, la cocaína traída de contrabando en Lumilagros de plástico y cementerios de botellas de cerveza clavadas de punta en la arena de una playa cada vez más cercana al mar.
En el verano del '95 yo tenía seis años, un hermano de tres y un gorrito piluso color celeste. En el VHS que se muestra en pantalla, mamá -traje de baño enterizo debajo del pareo floreado- camina conmigo de la mano entre sombrillas y reposeras. Mi hermano y el privilegio de su edad viajan en los hombros de papá, que sostiene la cámara y hace chistes para animar una filmación tan estúpida como innecesaria, porque todos los testimonios -las palabras, los gestos, las imágenes captadas- dichos de espaldas al mar y durante el mes de enero, resultan siempre prescindibles. Nada serio puede ser dicho desde adentro de esa mallita a la altura de los muslos. Papá tenía puesta una de esas. En la grabación, mi hermano y yo llevamos gorros piluso. Nada fundamental puede ser dicho debajo de uno de esos gorros.
Habré visto más de cien veces esos ocho segundos que dura el video. Lo descubrí por error, una vez que necesitaba grabar unas imágenes para un trabajo práctico en el colegio: tomé un VHS cuya etiqueta decía “Coloquio final Comisión III” y ese título aburrido -por el rigor formal del contenido, o adrede, para camuflar algún video soft porno captado del cable por algún tío- me sugirió que no habría impedimento para sobregrabar. No pude borrar el verano del '95, mamá y yo de la mano, ella carga una heladera de telgopor y yo arrastro un bolso verde con baldes y palitas para hacer castillos de arena. En el fondo de la escena está el mar, subimos un médano breve, papá hace un chiste indescifrable, mamá que se detiene, gira y le dice a papá: “Michi, ¿podés darme una mano?”.
Le dice Michi, se escucha clarito. Papá no se llama Miguel, ni Marcos ni Mich. Es Alberto. Alber, para los íntimos. Pero ella no le dice Alber: hace un pedido con tono de exigencia y estratégicamente lo llama por su apodo -su propio apodo, al que solo ella tiene acceso-, con firmeza pero también con dulzura, a sabiendas de que ese reclamo forma parte de un largo rosario de reclamos de distinto tenor, siendo ese un reclamo edulcorado, inofensivo para la estabilidad conyugal, tolerable para ambas partes. Mamá todavía lo llama Michi, tuerce la cabeza para hacerlo y algo pasa en sus ojos cuando lo dice. No hay ninguna chance de que otra persona le diga así, y hasta sería desubicado que alguien -habiendo captado al voleo el apodo caprichoso que mamá eligió para él hace más de tres décadas- se tomara el atrevimiento de decirle Michi, con familiaridad no correspondida.
Después del pedido de mamá -acaso el único reclamo que lograra ser capturado para dar cuenta de que ciertos reproches sobreviven al paso del tiempo-, la cámara se apaga. En la cinta, sigue la grabación de un episodio de Las Tortugas Ninja: sus protagonistas -Donatello, Raphael, Leonardo y Michelangelo- tienen nombres de pintores famosos. A quién se le ocurre decirle Michi a un tipo que se llama Alberto.-
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Imagen de NNN.-