lunes, 13 de enero de 2014

esteñas

Fueron 335 días de pensar en una misma imagen. 335 días -que son 8.040 horas o 482.400 minutos y así sucesivamente- es mucho -demasiado- tiempo para (re)pensar en un recuerdo que no dura más de tres segundos: los pies hundidos en la arena, la última ola de la tarde me baña los tobillos y escucho explotar las burbujas de la espuma del mar. Como cada año, procuré no morir antes de revivir esa imagen. En esos 335 días de transición hacia la postal deseada, estreché manos tibias de médicos fríos en salas de espera. Besé desconocidos en salas velatorias, dije lo siento mucho a personas que realmente sentían mucho la pérdida, tomé vasitos de café vomitivo que ofrecen de compromiso en esa clase de reuniones finales. Me peleé en el ingreso a un cine, sufrí una descompensación frente a la gerente un banco céntrico, pagué facturas y alimentos no perecederos y cargué nafta y tuve relaciones sexuales en la ducha de un albergue transitorio y me quedé dormido contra la ventanilla de un tren y nunca dejé de pensar en el instante místico vacacional, ese puñado de segundos en los que mis pies sentirían el agua helada del mar. De cara a la inoperancia de las adolescentes cordobesas del call center, la desidia esgrimida por los empleados en la mesa de entradas de cualquier juzgado y la soberbia de los amigos con dolarizadas aspiraciones esteñas, sobreviví gracias a la violencia muda del mar en mis pies. Llegué otra vez a la playa. El mar no envejece y no tiene tiempo pero yo sí, aunque ahora no lo note. Pensé tantos días en estos segundos que hasta me veo casi en la obligación de decir algo, agradecer, rezar, llorar como un imbécil mientras a mis espaldas se vuela una sombrilla color verde y blanca. Acá estamos: los pies hundidos en la arena y la última ola de la tarde. Ya casi olvidaba cómo es el instante posterior al deseo.-
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imagen de NNN.-