miércoles, 12 de mayo de 2010

Letras

Ella me afeitaba cada sádado por la tarde: la radio encendida, las persianas bajas y los diarios del fin de semana sobre la mesa junto a las tijeras y una toalla rosada. No recuerdo cuándo fue la primera vez que me afeitó. Tampoco tengo presente haberla autorizado a hacerlo. A fin de cuentas, casi distraído, siempre reaccionaba tarde, otra vez entre sus manos y las navajas heladas, cubierto de una intensa espuma blanca con olor a menta. Ella sonreía, desnuda frente a los espejos, acomodaba mi mentón en dirección a la luz de una lámpara horrible que le había regalado la madre hace años, en el tiempo en que todavía estudiaba Letras. Nunca terminó la carrera. Le aburría leer. Por el contrario, parecía cómoda con el torso desnudo, haciendo de enfermera de alguien como yo que jamás necesité que me afeitaran. Pero ella insistía. Creo que insistía, no recuerdo haberle pedido que lo hiciera. Tomaba una palangana con agua tibia, primero me mojaba las mejillas y después me cubría el pecho con una sábana vieja con dibujos de pájaros. Cuando nos íbamos a dormir, sentía picarme todo el cuerpo. Entonces nos bañábamos juntos y allí sí volvía a encontrar sus pechos en mi espalda, justo detrás de mí, bajo el agua de la ducha y sin que yo se lo pidiera.-
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(imagen extraída de aquí)

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